En esta nueva entrada de este blog deseo mostrarles un paseo muy especial para mí.
Era tarde de domingo y mi hija y yo no teníamos otra cosa mejor que hacer que ir a darnos una pequeña caminata. En una bolsa de tela cargamos nuestros prismáticos, la guía de aves, un botellín de agua y dos chocolatinas.
La tarde estaba cálida después de varias semanas de mal tiempo. Una vez aparcamos en la entrada de la vereda, nos recibió el típico canto alocado de mirlos, petirrojos y canarios, entre cientos de árboles frutales de las huertas que limitan con el monte.
El agua que el bosque ya no necesitaba caía por la roca basáltica y a mi hija no le costó entender el origen del nombre del lugar, el Caidero del Agua. Sólo fue subir el camino y treinta o cuarenta pasos después ya nos recibió la aguililla que todas las tardes surca este trozo de cielo. Un cernícalo trataba de fastidiar su ascensión. Se perdió detrás de los eucaliptos que le sirven de oteadero diario. Disfrutamos cómodamente de todos sus movimientos con nuestros prismáticos.
Al poco, el camino se mete por una cueva verde que crean los palos blancos, laureles y barbusanos que pueblo el sitio. A partir de ese lugar el agua del barranquillo nos acompañó en toda la excursión. Un auténtico placer de paseo. La niña fue la que se dio cuenta de que el suelo, entre la hojarasca, estaba repleta de insulivitrinas, la babosa del Monteverde canario. Siempre escuché que cuando están por todas partes anuncian que lloverá al poco. Supongo que algo de sabiduría hay en esta afirmación porque al día siguiente empezó una semana más, de lluvia moderada. Las miramos detenidamente y le observamos ese “caparazón” que parece que la evolución dejó a medio paso entre salir a la luz o quedarse en el interior de este animal único en el mundo.
Dentro del monte nos encontramos con dos pequeñas cascadas de agua y no pudimos evitar acercarnos a ellas y sentarnos a su lado para impregnarnos del olor que desprende el choque del agua en la tierra. El clásico juego de poner hojas en el riachuelo y creernos marineros de tierra adentro fue suficiente para consumir la chocolatina que nos trajimos.
A la orilla del sendero nos encontramos con una de las joyitas del monte de laureles canario, se trata del helecho davalia canariensis. Solitario y bien frondoso a la niña le encantó y nos detuvimos a observar sus formas, su brillante verde claro y su larga historia natural que nos trasladó a bosques de otras latitudes que pisaron dinosaurios hace millones de años.
Al llegar a la cumbre donde la luz vuelve a tropezar con el suelo nos recibió un espectacular jardín natural lleno de botones de oro y flores de mayo. Amarillos intensos y violetas delicados en medio del verde arbóreo y el marrón terroso. Una paleta única que nos permitió dar paso a una vista hermosísima sobre una puesta de sol que despedía al Valle de Tegueste por hoy.
Hicimos un pequeño esfuerzo más y dimos una vuelta por el monte público de El Nieto, un trozo de bosque donde los árboles han cogido un buen porte que permite mostrar el poderío que posee la laurisilva macaronésica. En este punto decidimos volvernos con cierta nocturnidad por un viejo y estrecho camino que te adentra en un pequeño bosque que siempre ofrece cosas grandes. Les recomiendo hacerlo en cualquier momento con sus niños.
Más información sobre este paseo en www.tenerifeconniños.com
Autor: tenerifeconniños